Por lo visto este año se me ha debido meter un parásito que esparce un veneno llamado folclore, porque me he puesto como meta fotografiar todas las Fallas de Sección Especial de 2009. Ya podía haber elegido leerme el Quijote entero sin parar.
En fin, las Fallas son esos monumentos de cartón-piedra y tela yeso y poliexpán que cuestan entre 1.070 y 900.000 € y que, tras decenas de días de preparación y montaje, se queman. ¡Y olé!
Total, que allá que me voy, enfundando un par de cámaras y con los ojos bien abiertos para observar a la gente que vitorea consignas sin sentido, a veces ancestrales, otras más modernas (como el «Soy, soy, soy, soy» -que digo yo si no parecerá más pleistocena ésta última-). Al menos, desde que mi madre y yo declaramos nuestras salidas como «investigaciones de campo sobre los comportamientos de la masa humana en épocas de caos y locura promovidas por un aumento del libertinaje y/o de la pasión desmedida hacia un ente venerado«, me siento mucho más tranquila. Es decir, no me siento tan mal por disfrutar de toda esta algarabía festiva que envuelve la (y también mi) ciudad.
¿Por qué? Porque creo que he aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas y los detalles minúsculos de estas Fiestas. Y porque me apetece salir a la calle a tirar petardos, a sentir el estruendo de un masclet, cuando por casualidad me viene el olor a pólvora. coentos trajes regionales de valenciana y decir, cada vez que los observo, que me haría uno de coteta turquesa y plata. Y, también, porque parece ser que me gusta doblar el cuello al cielo cuando hay castillos, comer xocolata amb xurros y mirar fijamente el fuego cuando arden las Fallas (y averiguar hacia dónde caerán).
Pues ya veis.
Aunque entre todos esos sentimientos, hay uno impagable: despertar el día 20 como si todo hubiera sido un sueño. Un ruidoso sueño, eso sí, pero teniendo la sensación de que nunca ha sucedido. ¡Qué descanso!